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jueves, 20 de febrero de 2014

Lentamente.

Como se marcha un avión surcando el cielo. Y como pasan los atardeceres en minutos. Así la vida. Con esa prisa que tienen las cosas de alejarse, aunque nunca se hayan acercado. Como esa incomprensión que crea las miradas tristes, que se pierden en un punto cuando nadie mira. Y buscamos respuestas. Nos gritamos los miedos. Rompimos las noches en las que soñamos. Y tuvimos pesadillas. Vagamos sin rumbo. Caminamos con la lentitud de esos pasos que pierden la esperanza cuando saben que llegan tarde. Y de fondo, una tormenta, que parece lejana, pero que luego nos cala hasta la sonrisa. Pero no lloramos. Nos rompemos. Recogemos los trozos. Nos arreglamos un poco las apariencias. Y es que nunca. Nunca. Nunca aprendimos a sobrevivir de otra forma que no fuese muriéndonos por estar toda la vida al lado de alguien. Y esa necesidad nos consume. Se hace de noche y te juro que algunos días siento que no he amanecido. Que ya no tengo ganas de dirigirme la palabra. Que ya no. Que ya no le busco una solución al silencio. Que se me olvida recordarme a veces. Que he malgastado todo el amor queriendo decirte cosas que escribí. Y no me quedan palabras. No me quedan fuerzas para sujetarme el desequilibrio. Y me caigo. Poco a poco. Lentamente.

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